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Mostrando entradas de 2015

Cosas que escuchó una cajera

1—Amor, llego en cinco minutos, pero después me tengo que ir. 2—¿Yerba o pañales? 3—El seguridad me tiene podrida. 4—Estoy en el laburo. 5—Decile que es hoy, y me pasás a buscar. 6—Este hipermercado es un puterío. 7—Me engancharon. Y ahora viene la policía. 8—¿Chancho colorado? El gerente. 9—Sí, venite. Está en caja uno. 10—Trae unos chorizos, y dos cajones de birra.

Misterios

  Escribir es tu salvación, es patear las puertas del misterio para preguntarnos: sucede que te encontrás al monstruo. Sabé que sus cuestionamientos son la fuente, y que sus preguntas siempre nos convocan. Tenés que domesticarlo.

Disfuncionalismo doméstico - Cristian Cano y Alejandro Bentivoglio

—Si entro a casa y tengo la más mínima duda, —dijo Selva— ¡lo dejo mormoso a palos! —¡Nooo! —dijo su amiga— ¿Así lo tratás a tu pibe? —¡25! El que sigue... —gritaron. —¿Vos nunca te fumaste un porro? —No —dijo Selva cuando llegaba su hija. —¡Mami, mami! Cristian me retó, está haciendo artesanías en el medio del comedor y tiene los ojos colorados. —Ahora me va escuchar —dijo Selva—. Quedate en la fila —No seas bestia, son pavadas de chico. —¿Mi hijo fumón? ¿Vos me estás cargando? ¿Te parece que si la gente del barrio lo sabe vamos a poder vivir tranquilos? Ya bastante tengo con que se alimente del Banco de Sangre. Ni loca, le voy a dar un par de bifes ya mismo.   Selva salió del local echa una furia: v io a los vampiros habituales que se amontonaban en la fila, a la empleada que sacaba una jovencita adolescente rebosante de sangre desde dentro de una jaula, para entregarsela al número 25. 

El albedrío falso entre las especies - Cristian Cano y Raquel Sequeiro

El comedor fue un charco putrefacto en donde aquél reptiloide revolcaba enamorado de alguna repugnancia que desconozco. Se me acercaba extasiado, porque revelaba esa naturaleza grotesca que siempre se esconde: desde debajo, un globo brilloso salió despedido y cayó más allá. Me ardían las piernas, porque las tenía devoradas, pero igual me arrastré hasta la pared. El reptil me sujetó desde el fémur blanco y tironeó personificando la monstruosidad dominante. Dentellaba en el aire comiendo víctimas imaginarias, hasta que le hundí el hacha en la cabeza. Después, la pupila achicó. Después, se desinfló como un globo. Y no puedo olvidar el burbujeo de la nariz sumergida. Miré mis piernas: estaban en un rincón ateridas de frío, a medio mordisquear; terminé de amputarme el brazo justo por debajo del codo de un tirón, y todo lo que quedaba, pensé, era casi un amasijo de huesos. Únicamente mi tronco estaba incorrupto y mi cara a salvo; el bicho me había dejado una profunda desgarradura en el pech

El albedrío falso entre las especies

El comedor fue un charco putrefacto en donde aquél reptiloide revolcaba enamorado de alguna repugnancia que desconozco. Se me acercaba extasiado, porque revelaba esa naturaleza grotesca que siempre se esconde: desde debajo, un globo brilloso salió despedido y cayó más allá. Me ardían las piernas, porque las tenía devoradas, pero igual me arrastré hasta la pared. El reptil me sujetó desde el fémur blanco y tironeó personificando la monstruosidad dominante. Dentellaba en el aire comiendo víctimas imaginarias, hasta que le hundí el hacha en la cabeza. Después, la pupila achicó. Después, se desinfló como un globo. Y no puedo olvidar el burbujeo de la nariz sumergida. 

El espacio - Héctor Ranea y Cristian Cano

—Quisiera haber sido el astronauta que salvó a Laika de la muerte. El cura que bendijo a los monos que mandaron al espacio sin retorno, pero que volverían si yo los bendecía. Hubiera querido ser el que salvaba a mi vecina de los ladrones de banco que la tomaron de rehén y mandarlos al espacio con Laika. —¿Pero no la habías salvado? —El espacio multiplica las perras como Laika. Hay multitud. —¿Y qué más? Porque, según me habías dicho, esa dichosa vecinita tuya empezó a emboscar a los perros del barrio. —Le afectó lo del banco. Pero tengo planes para ella, esta vez no se me escapa. —¿Y cuáles son si se puede saber? —Voy a tratar de mandarla al espacio o, en contrapunto, lograr que no se junte con los chinos de la esquina. —Sos el indicado.

En el siglo venidero - Raquel Sequeiro y Cristian Cano

Y la adolescente victoriana dejó ver un trocito de su cuello, el escote que languidecía y suspiraba de amor y congoja y la dejaba embarullada de amor y de celos. Su enamorado estaba en la ventana con la criada. Supuso, viéndolo todo desde el jardín, que esos eran los idilios secretos del marqués, no tan secretos puesto que ella los veía y... El padre interrumpió sus pensamientos. Llegó a caballo, con el perfecto traje de montar de un ilustre mayordomo y la sacó de sus ensoñaciones. El visitante del piso de arriba estaba al salir y ella decidió esperarlo porque el reparo de su padre únicamente confirmó lo que ella tanto deseaba: nunca pensaba en los sinsabores y estaba dispuesta a irse con su fugitivo mental. Mojó su pelo en la fuente. El marqués siempre se imaginó que ella tardaba una eternidad en limpiarla.

Una idea sobre las anclas - Cristian Cano y Ana Caliyuri

Me dejo arriba de la mesa. Me tiro sobre el mantel creyéndome algo mundano. Y no sé. Deseo ser un manojo de llaves. Algo sin importancia. O cosas que la gente guarda en los cajones. Máquinas frías y horribles. Espero ahí, olvidado al lado del cenicero, como esperaría alguien que rehúsa escribir. Ya no me importa nada, las palabras me retienen y yo las conservo dentro mío. ¿A quién le importaría una cadena de sensaciones acongojadas en la garganta? Ahora soy algo mundano, y finalmente comprendo el mundo ¿Las palabras? El infinito solapado en un cuerpo humano, lo demás es sólo cuestión de supervivencia. Silencio, el mundo, con actitudes habla.

Evolución platelminta - Cristian Cano y Patricia Kieffer

El pecho se le infló hasta formar un globo transparente. Fansi se impresionó, y recordó una rana en celo a punto de estallar en el Discovery channel. Los Ránelak no suelen aparecer en documentales, más bien pertenecen a una realidad dimensional distinta de la luna Encélado. Justo cuando creyó que explotaría, el saco desinfló desagradable, y el científico retrocedió hasta encontrar la pared. El ente saturnino lo contempló insinuándole boca y ojos nuevos: una omnipresencia grotesca declarándose hambrienta, que olvida la crudeza imponente de las naturalezas estelares. Fansi tocó el botón de alarma; sus colegas acudieron corriendo, pero no atinaron más que a mirarlo a través del grueso cristal de protección que rodeaba la sala. El científico se sintió perdido; sabía que nadie arriesgaría la seguridad del mundo por salvarlo a él… se lamentó de haber insistido en su proyecto de revivir esas bacterias milenarias que habían hallado en le Antártida; finalmente no eran bacterias sino embriones

Evolución platelminta - Cristian Cano y Cristian Caravello

El pecho se le infló hasta formar un globo transparente. Fansi se impresionó, y recordó una rana en celo a punto de estallar en el Discovery channel. Los Ránelak no suelen aparecer en documentales, más bien pertenecen a una realidad dimensional distinta de la luna Encélado. Justo cuando creyó que explotaría, el saco desinfló desagradable, y el científico retrocedió hasta encontrar la pared. El ente saturnino lo contempló insinuándole boca y ojos nuevos: una omnipresencia grotesca declarándose hambrienta, que olvida la crudeza imponente de las naturalezas estelares. Y abrió como siempre abría; sin emociones, sin remordimientos, sin más que un llamado automático, natural, inveterado: abrir la mandíbula, desenrollar esa lengua pringosa, adherir la presa, enrollar, tragar, dormir. Y en el estómago absurdo de la bestia, contra todo pronóstico sensato, Fansi se excita con la cercanía de una revelación esperada. Como tantos otros antes que él, su cuerpo es el propio experimento. Chapoteand

Pedazos de carne - Caroline March y Cristian Cano

  Se llevan un libro. Y lo comparo a una divergencia interminable, que fuera una expansión de la alegría. Porque me cuestiono y porque soy yo metido entre otras páginas. Lo que dije se replica y me abandona: me deja. Vive. Me hieren sin decirme en dónde están y en qué manos quedaron esas otras vidas mías que desconozco. ¿A dónde fueron mis otros pedazos? Porque no hay diferencia entre ellos y yo. Y es como ser feliz y no saber. ¿Me leen enojados? ¿Se ríen? ¿O son severos? ¿Saben que al leer dos personas son una? ¿Que no importa ese invento que llaman tiempo? Sí, somos uno. Es como quebrar una privacidad absoluta, y espiar lo más preciado. Cada hoja es el resultado de arrancar la sangre de mis dedos en forma de tinta, de abrir el alma descarnada y dejarla al descubierto, frágil, como una muralla derruida por la que se filtra el devenir del tiempo. Y así, erosionado y sin embargo desafiante, me muestro, resistiendo y luchando. Luchando hasta que no queden hojas por escribir, ni sangre

El filo de la lanza

Cuando hacía calor me escapaba del colegio para ir al árbol, porque tenía linda sombra. Me quedaba a escuchar los pájaros. Me gustaban los pájaros. Entre sueños, vivía en el tronco, y los gorriones me venían a ver. Un día empecé a entender lo que se decían: los gorriones son gallardos, y a nadie le importa. Con ellos aprendí mucho, hasta que una tarde vi una ratonerita lastimada que se arrastraba, y sentí un pinchazo en el corazón, un pinchazo que se siente cuando un corazón es machacado entre dos piedras. No me atreví a ir más. Ahora no me acerco a los árboles.

Morir resulta caro — Cristian Cano y Nae Sirud

Desde dentro del coche la veo venir. Camina decidida, y trae la mirada sobre el suelo. Me parece que un reparo así funciona como lo haría una defensa. La timidez sería otra forma, pero no estoy seguro. Estiro el brazo y abro su puerta. Ahora sonríe. Cuando me presta atención dice que vayamos a un lugar que conoce bien. Giro la llave, y veo un brillo extraño en sus ojos. —¿Todo bien? —me atrevo a preguntar al cabo de un rato. —Tal como lo habíamos planeado. No volverá a molestarte, eres libre. El capital de su seguro de vida pasará automáticamente a la cuenta que he abierto a tu nombre esta mañana. No contesto, me envuelven los remordimientos. Ella me había tratado bien durante todos aquellos años. —Tengo que confesarte algo —vuelve a hablar mientras acerca su cuchillo a mi cuello–. En realidad no la abrí a tu nombre.

Esquizofrénico — Nae Sirud y Cristian Cano

Cuando por fin localicé la cafetería mi ritmo cardiaco se duplicó, mis manos sudaban, tropecé con alguien y me dijeron algo, que no escuché. Entré sin poder creer que finalmente tenía una cita. ¡Una cita! Sería fácil: una chica morena con un libro de tapas rojas. En el café solamente había cuatro mesas, de manera que ni siquiera yo podía meter la pata. Pero ¡Oh! En dos de las mesas había otras tantas chicas morenas con libros de tapas rojas. Quedé mudo, y tampoco supe qué hacer. Siempre sucedía algo que me estropeaba las expectativas. Di media vuelta y me asomé por el ventanal. Ahí estaban, idénticas incluso en la lectura que estaban haciendo. Suspiré y volví a casa. Siempre que llego al café me desespero, y ni hablar de la persona que intenta decirme algo que nunca termino de entender. Me acuesto un rato y abro el libro de tapas rojas. No debería practicar tanto, porque de todas maneras siempre termino por no entrar al café. ¡Ah! Será mejor que saque tres mesas del living, aunque los