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Mostrando entradas de 2014

El gato de Lovecraft

Howard saluda a sus amigos camino a su casa. Lo acompaña un gato gris y esquivo que reaparece cada quince metros: en el buzón, desde detrás del rosal en el ingreso al hospital Jane Brown y debajo del portón abandonado. Entonces, en su living, cuelga el saco y se desabotona la camisa. Si hubiese habido otro espectador oculto nos afirmaría que en aquel hogar intimista se percibe otro tiempo. Uno subjetivo. Un transcurrir solapado renegando con lo común, como lucharían dos facciones religiosas y extremistas en el reclamo de pertenencia. Ahora, Lovecraft sube la escalera haciendo rechinar las tablas, y un misticismo evocado desde ese otro lugar indómito hace girar el picaporte de la habitación con dedos flacos y blancos. Los ojos del animal perseguidor hipnotizan desde fuera de la ventana. Él cierra la puerta. Con llave. Y el parpadear del felino secciona una nueva dimensión encandilada. Por eso los ojos no parecen querer abrirse más. Hasta que los encuentra la madrugada eterna.  

El puente

No sé si el texto que pretendo va a representarme: porque si no logro desenterrar lo que las ideas suponen, corro el riesgo de lo desconocido. Entonces, sospecharía de su relación con las personas.

Tamizando oro

Dejar la mirada en la pared, e insistir para vencer así como repetiría un mantra el bucle consagrado. Olvidarse del cuerpo. Prestar atención, porque todo es interesante. No perder la capacidad de asombro preguntándose qué es esa tierra blanca colgando en el cielo. Y es como apretar un poco las riendas para que no se te escape lo esencial. Lo chiquito. Pienso en esto, porque es parte necesaria de la felicidad.

¡Fuego!

—Estoy pensando en otros tiempos, y no hubo matanza, lo sé porque si la hubiera habido me lo habrían dicho.  —No soy quien para valorar eso, señor —dijo el soldado que formaba a su lado—. ¡Preparen armas!  —Si me fusila me otorga esa nueva oportunidad, ¡y en ese tiempo hará mucho que la sangre ya habrá desaparecido!  —¡No confundan! Sufre de naturalidad fingida. ¡Apunten!  —¡Pero me amaron! —le agarró las manos—. Llevo un germen bueno... ¡Eva me amó!

Día de los Muertos vivos ─ Ada Inés Lerner y Cristian Cano

Lo que le sucedió a Domingo Zafiro en el Día de los muertos fue sorpresivo: el robo a su joyería. Zombis, disfrazados de Chukis, aprovecharon la ocasión para cometer atracos. Zafiro intentó matar a un muerto viviente, pero cuando éste cayó al suelo, desde el interior de su vientre emergieron otros que intentaban morder empleados y clientes. La secretaria joven alertó a la policía y uno de los uniformados creyó matar a uno, pero el zombi transmutó. Los restos que quedaron en el piso invadieron la tienda con gusanos que subían por las paredes. Domingo saltó el mostrador porque no quería pasar por encima de una cabeza y los zapatos que le habían regalado sus amigos patinaron sin adherencia. Una vez afuera del negocio, el policía lo detuvo, le puso esposas y lo metió al patrullero. Cuando pasaron de largo la comisaría de la ciudad, Domingo Zafiro le preguntó si estaba en sus cabales y si sabía hacia dónde estaban yendo. Manrique, desahuciado, le contesto que irían lejos. Sacándose los gus

Anécdota extraña de un conductor desconocido

El semáforo cambió a rojo haciendo un parpadeo extraño que me llamó la atención. Frené y lo observé: ahí estaba, como una falla exultante interrumpiéndome. Me desconcentraba porque no quería encontrarlas y me daba cuenta de esto cuando el entorno me lo hacía saber: en el auto de al lado había un señor que se acomodaba la corbata, hasta que me vio. A partir de ese momento supe que no le importó más cómo vestía, quizás porque sus manos se detuvieron y descubría en mí un foco de atención extraordinario. Intenté reparar en él con un gesto y no pude. Sentí un puente inmenso. Se alejó de la ventanilla espantado y vi cómo desde un lugar errático le arrebataban la cordura. Entonces aplastaba el pedal del acelerador para cruzar en rojo porque quería huir y salvarse de ese espanto ingobernado. El semáforo volvió a pestañear inmerso en una dimensión paralela, ese lugar en el que un conductor desesperado enbiste a otro prudente. El hierro dobló como cartón y el estruendo del choque asustó a

Pedazos de carne

Se llevan un libro. Y lo comparo a una divergencia interminable, que fuera una expansión de la alegría. Porque me cuestiono y porque soy yo metido entre otras páginas y títulos. Lo que dije se replica y me abandona: me deja y cobra vida. Me hieren sin decirme en dónde están y en qué manos quedaron esas otras vidas mías que desconozco. ¿A dónde fueron mis otros pedazos? Porque no hay diferencia entre ellos y yo. Y es como ser feliz y no saber. ¿Me leen enojados? ¿Se ríen? ¿O son severos? ¿Saben que al leer, dos personas son una? ¿Que no importa ese invento que llaman tiempo? Sí, son una y es como quebrar una privacidad absoluta y espiar lo más preciado. Las páginas se llevan mi energía y se esconden y se alejan de este pedazo humilde de puerto que es mi lugar. Mi hogar está en las cosas que escribo y leo. Entonces, estoy en muchos lugares.

La caseta negra

Descubrimos la caseta volviendo a casa un fin de semana en el que Rodrigo quiso ir a disparar las escopetas al campo. Estaba abandonada y tapada de yuyos. Mi primo la abrió con una patada en la puerta, que se desmoronó en una nube de polvo. Lo Conocía muy bien a Rodrigo y les aseguro nunca haberle visto una expresión así. Le pregunté qué estaba mirando, pero no me contestó. Ahí fue cuando la vi: una sombra renegrida le agarró la pierna y lo arrastró para adentro. Salí corriendo. Tampoco me acuerdo de los gritos y sus pedidos de auxilio, porque ese lugar lo ocupa un silencio anormal. Todavía guardo su arma. También las ganas de volver.

Argentinos en el espacio — Ricardo Giorno y Cristian Cano

El navegante Ferrucchio abrió los ojos. —¿Dónde mierda estoy? —dijo en voz alta. Pero nadie le respondió. Lo trajo al presente el característico dolor de huevos, propio de cada despertar criogénico. Entonces recordó la misión, el despegue. El hundirse en la blanca y muelle nada del sueño. Quieto, sin siquiera intentar moverse, aguardó a que la IA ordenara la inoculación. ¿Por qué dejaban para lo último el analgésico? No había vuelta que darle: los que configuraron el sueño criogénico eran unos sádicos, y la Inteligencia Artificial no aceptaba actualizaciones. Se enfocaba en cumplir con los objetivos: un brazo reciclado le alcanzó un Abtrón. Ferrucchio miró con asco y se lo tragó. Cuando estuvo sentado en el puente de mando terminó de avivarse. Por fuera, la nave era de última generación; en su interior, estaba pintada con cal al agua. Rogó no haber aguantado la orina durante veinte años.

Dicen

Te despellejo en la esquina: rectángulo empedrado manchado de piel. Con sangre. Después el viento llena todo de tierra y mordés la arena. Escupís. ¡Dale! Te gritan. Te miran de pies a cabeza y nunca se atreven a exigirte. Un remolino arrastra el forro de tu cuerpo por la calle y, por allá, se traba. La piel se atasca en la otra esquina mientras te crece otra.  

Charla en lo hondo — Cristian Cano y Ana Caliyuri

Ernesto, ¿por qué se acredita ese túnel oscurecido? Le aclaro que muchos sabemos de esa severidad, y no me refiero a la sentencia de una publicación: no digo del miedo, le pregunto por cierta pertenencia atroz que usted arrastra consigo. Sepa disculparme la curiosidad tan animal, de hecho no hay nada que me asombre ya. He conocido el salto ciego de la barbarie, el espectro común de los silenciados, la cueva de todos los males. Pero, hay algo de incómodo en su continuo machacar en la negrura. —Suena lúgubre su comentario Alberto. No hay nada más tétrico que la curiosidad estando inermes y bajo tierra. Hace tiempo que hemos muerto… —Y entonces si estamos muertos ¿por qué se acredita ese túnel oscurecido? —Tan sólo para alivianar otros pesos, de otros hombres que sí están vivos.

Despedida - Mara Remo Remo y Cristian Cano

Busco no perder. Mis brazos, como ramas, buscan no olvidarte. El viento que me arranca tu nombre de la memoria. La simiente del encuentro es piedra de una piedra más antigua, ancestral como tu arrastre. Joven como los sueños que se esfumaron aquel atardecer, esas horas mecánicas que me arrancaron la carne. Ese reloj que aun suena, me condena a dejar pasar los días.

El lucero — Laura Rizzi y Cristian Cano

Lejos diviso tu semblante, renaciente entre tanta oscuridad. Emprendo el viaje hacia el lucero que atrapa mis sentidos, haciéndome cómplice del eterno silencio, donde las palabras emiten sus voces... Llamándote. Más nos exijo, más me apabulla el mundo. Tu brazo rama llega hasta mí cadencia ventosa. Este mundo me atrapa. Sos feliz. Yo ando con el cielo entre los dedos.

La otra vida del amor - Cristian Cano y La Guarida De Mis Fábulas

La otra vida del amor sí, las cosas, amor. Nuestras cosas. Las risas cangrejas que pelean y pierden, para retornar y enfrentarse. Los mechones ébano, las insinuaciones tontas y tu recuerdo, ese que degrada las células y adelanta el reloj. Doblegando la realidad, te peno. Con los últimos abrazos te encallo para robarte, y te vuelvo a recuperar, otra vez, con ansias de vivir. La otra vida del amor sí, las cosas, amor. Ínfimas partículas que se escurren entre los dedos y que al caer y romper, desencadenan un terremoto abismal que deja sordos mis oídos, muda mi voz, seca mi lengua, paralizado mi cuerpo, ciegos mis ojos, temblorosa mi alma, vacío mi corazón y destruido mi universo. Nuestro universo de cosas diminutas más perfectas e irreemplazables. La otra vida del amor sí, las cosas, amor...

El recuerdo como evidencia — Cristian Cano y Laura Rizzi

El trazo me arrebata lo sanguinolento. Me roba lo esencial y permite disfrutar de ese vacío repentino que nos deja un disparo. Vaciarse como un escopetazo. La cadencia irremplazable en la lentitud y la seguridad de una idea; después, la órden se disputa en la mano y los dedos. El trazo. La línea es un poco una asesina piadosa: me envuelve entre sus sombras, me acaricia y la pienso seductora. Prisionero, se aleja. Lo veo. Es un vacío dulce. Lo sé mío, pero inexplicable fuera de mí. Pensamiento liberado que desparrama recuerdos. Tinta caprichosa que, en las horas de soledad, me toma y se lleva la sustancia de mis letras.