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Mostrando entradas de noviembre, 2013

El final — Nélida Magdalena González y Cristian Cano

Luego de una tempestad que duró dos semanas, escampó. Los lugareños salieron de sus casas a observar el cielo: temían por la siembra y era probable que se hubiese perdido todo. Don Héctor, un anciano del lugar, yacía quieto. Parecía inmovilizado. —¿Qué pasa abuelo? —le dijo su nieto—. La lluvia calmó, no cae una gota —Demasiada tranquilidad —respondió preocupado. El aire denso inquietaba a todos. Las miradas cómplices daban a entender que esperaban algo raro. No sabían qué podía ser. Tampoco era una sensación familiar. Menos los niños, que jugaban en los charcos, estaban todos en vilo. —¿Por qué no vas con esos chicos? ¿No te gusta embarrarte? —No —respondió su nieto—. Quiero estar con vos. Hace mucho que no hablamos. —No es un buen momento para hablar. Mañana, si querés. —No mirés más el piso, abuelo —Héctor lo miró—. Me da miedo.

El muñeco de la pieza

Espero a que apague la luz y se acueste para empezar. Cuando la penumbra es plena aprovecho la claridad de la Luna. Cierra los ojos y comienzo a girar cabeza muy despacio. No quiero que me descubra. Milímetro a milímetro tardo casi una hora. Cuando escucha ruidos cree que son los gatos en el techo, pero en realidad es el crujido de mi cuello: ruido plástico a juguete. Los silencios ahuecan y me sobra para seguir con la labor de la cabeza. Hasta que lo puedo ver: mira televisión y tiene el control remoto en la mano. No sabe que estoy vivo. No tiene idea de que lo vigilo todas las noches. Porque tengo los ojos pintados y el pelo arremolinado. Con los dedos duros y una sonrisa congelada, lo miro desde el rincón.